Mujeres de agua by Antonia J. Corrales

Mujeres de agua by Antonia J. Corrales

autor:Antonia J. Corrales [Corrales, Antonia J.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2015-01-01T05:00:00+00:00


«Dime, ¿qué demonios le pasa a mi madre? Está rarísima»

«Se ha enamorado», escribí adjuntando un icono de una carita feliz, pero no se lo mandé. Borré el texto y en su lugar puse.

«Está bien, no te preocupes. Te la devolveré en breve sana y salva. Un beso con sabor a mar…»

24

Llovía, con fuerza. El agua resbalaba por la carrocería del coche llevándose el polvo que se había acumulado sobre la chapa durante los días que permaneció aparcado en el estacionamiento de la pensión. En aquella casita blanca, en aquel abrevadero tranquilo y romántico al que habían bautizado con el mismo nombre que la canción de Joan Manuel Serrat. En aquella pensión de citas cuya actividad conocían todos en el pueblo y que nosotros no percibimos. Allí, en aquel apeadero, el amor se hizo dueño y señor de mi amiga y anidó como un pájaro en busca de una primavera tardía. En su terraza de sábana inquieta, entre sus paredes encaladas de besos, tan bravos como el mar que arropaba sus jadeos, en aquel espejo de pie viejo y desconchado, que renació con el reflejo de ella desnuda tomando el cristal sin pudor, dejándose contemplar por Gonzalo, Remedios volvió a sentirse libre. Libre, hermosa y mujer. Llovía, y lo hacía como lo hizo en muchos de los días importantes en la vida de mi madre. Fue como si ella nos estuviera viendo y quisiera que el agua acariciase nuestros sentidos y empapase nuestra piel, recordándonos con su sonido melancólico y vital, que éramos mujeres de agua. Debíamos abrir nuestros paraguas rojos y protegernos. Remedios debía protegerse de aquel amor tan imprevisible y peligroso como la mar que, embravecida, parecía reprendernos por marchar de allí. Tal vez, ella, la mar, se había hecho a nuestra presencia y le dolía, como a Gonzalo, nuestra marcha.

Me despedí de él con un beso en la mejilla. Al hacerlo pegué mis labios a su oreja y le dije bajito:

—Eres un donjuán, pero me caes bien. A pesar de ello, no te confíes, no pienso perderte de vista.

Él sonrió, me miró con aquellos ojos de invierno, donde cobijarte era tan fácil como peligroso y cogiendo la mano de Remedios me dijo:

—¡Cuídamela!, no olvides que te vigilo de cerca. —Guiñó su ojo derecho al decirlo.

Será, cabrito, le gusta quedar en tablas, pensé. Le sonreí a medias y él me abrazó con fuerza. Olía a vida, a ganas y duermevela. Yo también le caía bien y eso no era bueno, me dije. No lo era porque nos parecíamos demasiado. Si no me fiaba de mí misma, cómo me iba a fiar de él. Me dirigí al coche dejándoles a solas. Me senté al volante, arranqué el motor y conecté la radio. Los limpiaparabrisas iban y venían como mis recuerdos, como aquel romanticismo tonto e inoportuno que me asaltó y se acentuó con la música y el ruido que la lluvia producía sobre la carrocería del coche. Con las gotas de agua que resbalaban melancólicas y bellas sobre el cristal delantero.



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